Somos muchos y en muchos lugares haciendo más o menos lo mismo (buscar vacíos que guardan algo), unos escogen instalaciones industriales abandonadas, otros ciudades enteras como en el caso de Detroit, ejemplo de peregrinación de muchos fotógrafos con la intención de inmortalizar la (estética) decadencia de una ciudad abandonada a su suerte; otros, los más locos, internándose incluso en Chernóbil; en mi caso, desde luego algo más inocente y liviano, ha consistido en la zona rural de donde soy originario, el Camp d’Elx. Una gran extensión, entre la ciudad y el mar, con una docena de pequeñas pedanías o aldeas y miles de casas de campo tradicionales (más otros miles de chalets donde los ilicitanos pasan sus fines de semana) diseminadas entre palmeras, granados, limoneros y huerta, y casi todas ceñidas a un mismo modelo constructivo: casa de una planta sin vallar de unos cien metros cuadrados con tejado a dos aguas de teja plana y con una porchada cerrada por uno de sus lados, por lo general el que más solana soporta, el de poniente.
Muchas de esas antiguas casas de labradores están todavía completamente en pie pero totalmente deshabitadas, una parte de ellas incluso con casi todo su mobiliario, como si sus inquilinos se hubieran marchado antes de ayer, con la mesa puesta, la cama sin hacer, el crucifijo descolocado, las estancias desordenadas y sin barrer, algunas abarrotadas de cosas, síntoma de que su última dedicación no fue la de cobijar almas sino la de convertirse en almacén o trastero, y de las cosas más inverosímiles.
Cuando sus moradores se fueron la mayoría tabicaron sus puertas y ventanas, en general de forma rudimentaria y a desgana, pero el aislamiento les duró poco pues la mayoría han sido asaltadas. Y es a partir de ahí donde hemos ido apareciendo diferentes especies de alimañas en busca de botín. En mi caso el éxito de la recompensa ha dependido de dos variables: la riqueza (estética) del lugar y la capacidad (artística) para arrebatarla. Y de eso ha ido el juego, que ha sido una pequeña aventura, la de buscar pecios terrestres tratando de llevarme todo lo que se pueda sin tocar nada ni dejar rastro, algunas veces bajo riesgo de que algún techo o muro se me viniera encima.
Espacios vacíos, silenciosos, solitarios, secos y abrasados por el sol que poco a poco han ido seduciéndome con más fuerza; estar y transitar por ellos, también en soledad, contemplando toda esa memoria en apariencia congelada pero que de forma inexorable va camino de su extinción. Ley de todas las cosas, aparecer, transitar, dejar una huella más o menos perdurable y volver a desaparecer.
A través de imágenes, por medio de una arqueología mínima, ir en busca de la posible magia o poesía que todavía guardan algunos lugares antes de que del todo se pierda y la memoria se olvide de todo.